inversión

Se requieren propuestas que sean compatibles con el desarrollo y los derechos de las comunidades.

Uno de los instrumentos del derecho internacional que ha suscitado polémicas en los últimos años y que permite sustento a las argumentaciones relacionadas con los derechos de los pueblos originarios y comunidades afectadas por los grandes proyectos de infraestructura es el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Solo 22 países en el mundo han ratificado el convenio. Orientado al respeto de los derechos de los pueblos indígenas y tribales ha sido ratificado por catorce naciones de América Latina. En Centroamérica, Costa Rica fue el primero en ratificarlo en el año 1993; Honduras en 1995, Guatemala en 1996, Nicaragua en 2010, El Salvador en 2014, y Panamá lo ratificará en este mes, según fuentes gubernamentales.

El convenio establece en forma detallada una mejor ejecución de leyes a favor de las etnias y grupos con derechos ancestrales. Orienta políticas para el manejo de sus tierras, empleo, educación, salud y medio ambiente, y promueve que les brinden mayor participación en sus países para que sea el marco referencial bajo el que se realicen proyectos o inversiones que involucren a los afectados, tomando en cuenta sus decisiones.

Centroamérica, con bajos índices de infraestructura, está sometida a tensiones que derivan en conflictos sociales, económicos y políticos producto de los esfuerzos de desarrollo de grandes proyectos energéticos, hidroeléctricos y mineros.

Riesgos de incumplimiento de este convenio en relación con la posesión de tierras y administración de recursos naturales empujan a las autoridades a retener inversiones o simplemente detenerlas. Importantes proyectos están localizados en áreas relacionadas con comunidades indígenas de Guatemala, Honduras y Panamá.

Berta Cáceres, la líder comunitaria recientemente convertida en un mártir de las causas medioambientales e indígenas – y que había obtenido el premio Goldman al Medio Ambiente en el año 2015 – estaba ligada al pueblo lenca.

Esta comunidad indígena es uno de los 522 pueblos indígenas reconocidos en América Latina, según Unicef. Una cantidad considerable se localiza desde México hasta Panamá.

Cáceres organizó al pueblo lenca para oponerse a la construcción de la represa de “Agua Zarca” que había sido prevista en la zona del río Gualcarque, ubicado al noroeste del país, sagrado para las comunidades indígenas y vitales para su supervivencia.

Logró que la compañía constructora de represas más grande del mundo, la china Sinohydro, desistiera su participación en el proyecto hidroeléctrico.

El mismo rumbo tomó la Corporación Financiera Internacional, brazo del Banco Mundial que facilita inversiones del sector privado.

Lo ocurrido con la ambientalista generó una serie de denuncias en torno a la violación de varios artículos del Convenio 169. Por ello, diversas organizaciones de derechos humanos y congresistas estadounidenses han propuesto a gobiernos locales, inversionistas y empresa privada una revisión exhaustiva del documento y leyes en general, ya que los actores indígenas alegan incumplimiento de las bases del mismo.

De las 116 muertes ligadas a defensores de las causas ambientalistas que se registraron durante el 2014, casi tres cuartas partes ocurrieron en Centroamerica, Brasil y Perú.

La muerte de Cáceres sacó a relucir varios casos, como el de Jairo Mora, un joven de 26 años que fue asesinado brutalmente en 2013 cuando protegía a las tortugas marinas en una playa de Costa Rica, y el asesinato de Gustavo Rivera, Ramiro Rivera y Dora Alicia Sorto, tres férreos opositores a la explotación minera en la zona de Cabañas, en El Salvador.

En Guatemala, el movimiento Centro de Acción Legal, Ambiental y Social (Calas) ha impedido el desarrollo de cuatro proyectos mineros en los últimos seis meses, cuyo monto de inversión asciende a $2.000 millones.

En Nicaragua quienes se manifiestan en contra del canal interoceánico y la minería son acusados de crimen organizado, aseguran representantes del Centro Humboldt.

Otro caso que ha causado polémica es el Plan Puebla Panamá, ahora proyecto Mesoamérica, cuyas inversiones han contemplado la extracción de recursos naturales en zonas mineras como San Cristóbal Barillas (Guatemala) o terrenos para concesiones hidroeléctricas como el proyecto de la cuenca del río Tabasará en la comarca Ngäbe-Buglé, en Panamá.

La dificultad subyacente al Convenio 169 es que una de las regiones que más requiere de infraestructura para asegurar el bienestar de sus pueblos – y que lo adoptó desde muy temprano – se encuentra atrapada en desconfianzas y acusaciones que se vuelven fácilmente politizables.

Berta, Jairo, Gustavo, Ramiro, Dora y otros mártires de los derechos humanos requieren de investigaciones que responsablemente hagan justicia. Es muy simple e irresponsable inducir la sugerencia de que cualquiera de estos crímenes beneficia a un determinado proyecto de inversión.

La historia muestra precisamente lo contrario. Los proyectos de inversión que enfrentan conflictos sociales que escalan en violencia tienden a detenerse de forma permanente.

Es por ello que algunos organismos internacionales y académicos hacen propuestas que faciliten objetivamente que las variables a considerar relativas a proyectos de inversión puedan ser compatibles con las aplicaciones prácticas del convenio 169 y los derechos de las comunidades. Es necesario pacificar los conflictos, proteger a las comunidades y a sus líderes y facilitar los proyectos de inversión.

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